Conquista de género.

03.03.2023

Tengo sexo con mi mejor amigo. Esto no confunde ni complica nuestra relación, la completa. Vivo en mi propio chalet ajardinado de una ciudad pequeña. Sola, relativamente mayor e independiente. Ninguna cuenta con la vida, por decisión propia me resistí a lavar calzoncillos y limpiar mocos en casa. Afuera es otra cosa, soy enfermera y aplicada. Él es negro y altivo. Compartimos el respeto y cierto temor de los vecinos. Nos fuimos tratando de a poco sin pisarnos la intimidad. Al paso ocasional por mi vereda fue agregando cierta regularidad. Primer escalón de una amistad: ser previsible para el otro. Siempre transmitiendo la certeza de que lo suyo no era una invasión, sin importar cuan abierta estuviera la reja sólo se permitió traspasarla a una invitación puntual. Fueron unas masitas de receta exclusiva. Yo le gané el paladar y él poniéndome su oreja. Soy parca porque fui entendiendo que nadie quiere escuchar más que a sí mismo. Con él es distinto, sólo hablo yo, pero no me pesa su silencio. Lo intuyo introvertido por elección, como de vuelta de esa compulsiva pavada humana de andar diciendo cosas. Con la excusa del mal tiempo y las distancias se fue quedando en la piecita-taller que tengo en el fondo. Discreto y autosuficiente, su vida privada le siguió perteneciendo lo que garantizaba la mía. Las primeras intimidades nos perturbaron a ambos. A mí porque ya me había olvidado cómo era. A él, cuesta imaginarlo, pero presumo que un razonable miedo a perderme. Una noche de truenos y centellas, con el calor de la cocina, agachado y suplicante insinuó su cara entre mis piernas. Lo primero que tuve de él fue su lengua. Una mujer grande no le hace asco a ninguna tregua. Lo masturbé con sincero cariño. Con el tiempo y la confianza nos animamos a hacerlo completo. Por momentos fue gracioso para mí y placentero para ambos. Ahora es con menos frecuencia y no me importa que algunas noches salga a buscar sus hembras.

Es también el mejor amigo de la mujer. Otra victoria del género.