Robo a la Inocencia.
Nos criamos juntos,
aunque en casas vecinas. No tengo primeras memorias que no lo
incluyan. Nos dijeron que fue así desde mis tres y sus cinco años.
Nos bañaban en un mismo lugar y en el mismo turno, y tengo bien
presentes a él y su pelela enfrentados a mí, y la mía. Todo entre
risas. Siempre de fiesta nos presentábamos las cacas respectivas.
Cuando empezó el colegio se enrareció el clima por primera vez. Conocí el problema de la ausencia del otro que no cesó, sigue siendo el mismo con distintos ¨otros¨. Se hizo mi tiempo de escuela y emparejaron nuestras cosas de nuevo. Retomamos viejos intereses y los nuevos, con más información y movilidad. La promiscuidad llegó a mis ocho. Nos lo hicimos todo, como podíamos. Era una fiebre de creatividad y experimento. Hubo exploraciones y actos que nunca volví a repetir en la vida.
Después el diablo metió la cola disfrazado de
cura y nos enteramos de la culpa y el pecado. Nos dominó el miedo y
nos sentimos irremediablemente condenados. Y digo miedo y no pudor,
porque pudor y respeto teníamos entre nosotros aún en el medio de
la más execrable de nuestras chanchadas. Ahora entiendo que a eso le
llaman la pérdida de la inocencia, lo que sigo sin entender es que
puede haber de bueno en ello, como solemos reflexionar desde el podio
de adultos.
Se suspendió indefinidamente la frescura de estar vivos.
Sobrevino el silencio, mi menstruación y sus granos. Era tal y tan
profunda la intimidad perdida que ni siquiera pudimos ser novios.
Éramos hermanos. Sujetos a las leyes y si persistía la fe, es
decir, en el peor de los casos, sujetos al fuego eterno.
Todavía seguimos juntos, aunque en casas vecinas. Sus hijos son como míos y su esposa mi amiga. A veces nos miramos, yo arreglando el jardín y él cortando el pasto. Nunca hablamos del ¨nosotros¨y eso que nos contamos todo lo que tiene que ver con nuestros alrededores y circunstancias. Él es quien saca a pasear a mi marido cuando sabe que ya no lo aguanto...
En fin, estamos llenos de amor, eso no nos han robado.